Emociones desbordadas
Di Nadia Ayvar Iparraguirre
Hace algún tiempo recuerdo que le comentaba a un amigo que mi ciudad, Lima, me parecía una ciudad muy agresiva y recordaba dos ocasiones en concreto en las que la agresividad se sentía a flor de piel. En una de ellas recuerdo que yo caminaba por una vereda mientras escuchaba música en mi celular y veía probablemente algún mensaje de whatsapp, cuando de pronto… AAAAAHHHHH!!!!…un grito fortísimo en mi oído que me despertó como de un sueño, voltee a mirar hacia atrás y vi al hombre que gritó en mi oído sin motivo alguno, alejándose. ¿Qué significaba esto?, ¿por qué alguien siente la necesidad y se siente en libertad de gritarme al oído, no palabras, no expresar una idea sino gritar simple y llanamente?, ¿qué explica este comportamiento? Mi teoría es que esta persona debe haber percibido que yo estaba desconectada de la realidad y fue su modo de obligarme a conectar con ella. ¿Por qué lo tenía que hacer así?, ¿qué le faltaban a las palabras que sí tenía el grito?
Hace unos días fueron las elecciones de alcaldía de mi ciudad, las discusiones sobre las opciones válidas para votar estaban a pedir de boca. Y no sin razón. El Perú viene viviendo, así como muchos países de Sudamérica, una fuerte deslegitimización de los políticos, la corrupción ha invadido las instituciones y las representaciones, y se siente la indignación y el hartazgo de una parte de la población que encuentra un medio de expresión en las redes. Y ahí se juntan con otras voces, parecidas, diferentes y hasta opuestas. Uno puede ver entonces cómo se expresa el disgusto y la inconformidad, cómo aparece la agresividad, los insultos, los calificativos denigrando a la otra parte, y ves claramente entonces cómo la agresividad se convierte en un ping pong.
Motivos no nos faltan para indignarnos, desde causas sociales, hasta causas personales. El político que usa la necesidad de la gente para llegar al poder y enriquecerse, el violador que sale libre y la familia que no halla justicia, el pastor que se enriquece a costa de la necesidad de fe de su comunidad, la amiga que te traicionó, la persona que te rompió el corazón. ¿Cómo reaccionamos ante estas realidades? Cada uno hace lo que puede, lo que le enseñaron, lo que fue aprendiendo. A veces sale el dragón que llevamos dentro, a veces nos alejamos, a veces marchamos en las calles, a veces gritamos, a veces lloramos. Hacemos lo que podemos, lo que nuestra historia, nuestro aprendizaje y nuestra voluntad nos lo permiten; pero muchas veces no nos damos cuenta que esa amargura y ese rencor se queda con nosotros, alojado ahí, en un rincón, y a quien más hace daño no es a nuestro presunto agresor sino a nosotros. Hiere, nos hiere, y sangramos.
No creo que haya una reacción particular que ‘tengamos’ que tener frente a algo que nos mueve las entrañas, ¿cómo puedo exigirle yo al hombre que fue abandonado de niño que no sienta cólera, que no grite, que no quiera insultar a ese padre ausente?, ¿cómo puedo exigirle a esa niña que no supo lo que es ser tratada con amor que de grande no sienta esa indignación que la consume por aquello que no recibió? Nadie ha vivido nuestra historia, nadie sabe lo que es el cúmulo de experiencias que hemos acumulado, ni con qué nos hemos quedado, ni qué hemos soltado. Pero llega un momento en la vida en el que toca ver qué hemos atesorado durante todos estos años, y qué de lo que nos aferramos nos hace daño, toca mirar y toca examinar, toca intentar entender y hablar, toca ponerle un nombre y expresar en palabras eso que sentimos porque de lo contrario a quien va a destrozar no es a esa otro, es a ti.
¿Qué significa esto, que todo debe ser permitido?, ¿todo es relativo?, ¿excusamos todo porque cada uno vive con su demonio dentro? No. Lo que digo es que como ser humano uno puede entender que una respuesta agresiva suele darse para proteger una herida, eso no significa que toleremos ni demos rienda suelta indiscriminadamente a todo tipo de respuestas agresivas, eso quiere decir que para poder atender la consecuencia (respuesta agresiva), primero hay que entender y atender la causa (la herida). Tampoco es cierto que empezar a hacerle frente a nuestra agresividad tenga que romper con asumir la responsabilidad que conllevan las decisiones tomadas. El político que roba debe ir a la cárcel, la persona que te hirió seguro ya no tiene espacio en tu vida, son consecuencias de nuestras decisiones, pero se pueden dar sin que nos consuman. Resalto acá que nos consuman. No me refiero a indignación, porque la indignación hasta cierto punto es sana y muestra de nuestra humanidad, pero dejarnos consumir al punto de enfermarnos o de alejar a la gente basado únicamente en la discrepancia sobre una opinión ¿qué tan sano, o en otras palabras, qué tan conveniente es para nosotros mismos?
Regresemos al hombre que gritó en mi oído del que les hablé al comienzo de este relato y asumamos mi supuesto como cierto. Sus competencias emocionales no fueron suficientes para poder poner en palabras aquello que vio y que tocó una fibra suya. No pudo ponerle nombre, no pudo traducirlo. Y ese es un gran problema en nuestra sociedad, no educamos en emociones. Las emociones crecen como hierba silvestre, como van saliendo. Poca atención le ponemos a asegurarnos que los niños identifiquen y expresen sus emociones. Poca tolerancia tenemos a ver y acompañar el dolor, lo acallamos y queremos que el llanto desaparezca para creer que ha pasado. Entonces de adultos no sabemos qué estamos sintiendo, no sabemos cómo se comparte, cómo abrirnos, cómo mostrar lo que llevamos dentro, y terminamos siendo una olla a presión que luego estalla en forma de agresividad. Comencemos a liberar la presión, comencemos a hablar, no importa si es la etiqueta correcta o no, lo que importa es comenzar; de lo contrario seremos aquel que grita por la calle.
Nadia Ayvar Iparraguirre
Nadia Ayvar, nacida en Perú el 4 de mayo de 1985. Licenciada en Comunicaciones y Magister en Liderazgo. Consultora en comunicación interna y cultura. Ama leer en el parque, las conversaciones de café y las caminatas en buena compañía. Escribe para compartir un poco de sí con el mundo, con la esperanza de contribuir con cambios sociales y personas felices.
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